lunes, 27 de agosto de 2018

LA ENTRADA DE SAN AGUSTÍN


Tras la procesión del patrón, Blanca, sin separarse de su amiga desde la niñez, doña Elisa, vivió, un año más, la majestuosa entrada del santo bajo el calor de centenares de castillos de artificio y cohetes, afamada en toda la provincia, y que atraía a devotos y curiosos de todos los rincones.

Cada castillo, cada cohete, era como una rogativa que Fernán Caballero mandaba al firmamento: que se terminara el paro obrero, que se aliviara una terrible enfermedad, que no hubiera inundaciones o que hubiera mejor cosecha en el campo y llegara más pan.

El estruendo ronco de los petardos, el colorear de los cohetes en el cielo, las luces que iluminaban la oscura plaza, el chillido de los castillos, el inolvidable olor a pólvora, albahaca y flores, el humo sofocante, el sofoco de la Plaza, el calor de los fuegos, los deseos, las promesas, la emoción en las lágrimas que no se podían reprimir… en estas condiciones, san Agustín sabía muy bien reunir allí a la familia, a los amigos, a los vecinos de Fernán Caballero.

-          ¡Viva san Agustín!

Quizá ya a san Agustín, por los progresos de la sociedad, no se le pedía por la langosta, como habían empezado a implorar los de Fernán Caballero siglos atrás. Pero en esos principios del siglo XX había otros tipos de langosta, otros tipos de necesidades. Blanca, movida por su compasión cristiana, <<imploró la intercesión del patrón por alcanzar mercedes para su pueblo, para los enfermos e imposibilitados, para las familias destruidas por la pobreza y el odio…>>

En el santo se dejaban depositados tantos proyectos y tantas ilusiones. Recordaba la niña que fue, cuando se tapaba los oídos porque aquella traca la aturdía o cuando volvía la cara porque se asustaba de la pólvora. Recordaba cuando le decían que si se espantaba de los fuegos artificiales, era porque no era una buena fernanduca. Muy cierto es que en Fernán Caballero, desde muy crío, se aprende a convivir con los fuegos artificiales por san Agustín. ¡Cómo había crecido!

Pasaban los años y siempre estaba ese algo que, a los de allí, les hacía recordar lo que fueron en el pasado y sentir lo que eran en el presente. Saber que siempre había ese algo que, por mucho que pasaran los años, estaba ahí: san Agustín. Aquel día, los de Fernán Caballero recordaban a los que hoy ya no podían estar con ellos y transmitían sus tradiciones a los nuevos que iban llegando a sus vidas.

Por eso, doña Blanquita cayó en la cuenta de que ella se debía sentir afortunada, aunque muchas veces se sintiera frustrada por su supuesta soledad.

-          ¿Mi soledad? ¡Al menos, hoy puedo estar aquí!

<<¡Cuánta gente había pasado ya por aquí! Seguro que san Agustín se acordaba de todos>> Aquel último año había sido muy duro para Fernán Caballero. Todos habían perdido un trozo de corazón. ¡Le vinieron a la memoria los que el año anterior estaban allí en la Plaza, como ella, y ya, este año, no podían estar! Los recordó uno a uno. Recordó un maldito accidente de carro dejando viuda y huérfanas; una <<cosa mala[1]>> que se había llevado a una vecina; un imprevisto, sin avisar, que cortaba la vida de una muchacha tan alegre; un paseo sin terminar por un riachuelo que dejaba un vacío imposible de reemplazar; un mozo fulminado por las redes de la bebida, empujado a ellas por la incomprensión. Y así, muchas vidas sesgadas. En un segundo podía cambiar completamente todo. Miró a san Agustín fijamente, cara a cara, y se preguntó: <<¿Por qué? ¿Por qué? ¡Tanta gente a la que parecía que aún le quedaba mucho por vivir! ¡Tanta gente que ya no podían estar ahí en esa Plaza, donde cada veintiocho de agosto, se daban cita para despedir a san Agustín hasta el año siguiente!>> 

Los echó en falta acompañando al santo bajo las chuscas de los castillos, o entre el público emocionado. Cada uno, desde la pluralidad, viviendo a su manera aquellos momentos que, una vez al año, hermanaban a todos los de Fernán Caballero. Los recordó a todos, uno a uno, con lágrimas. Sintió que Fernán Caballero, donde todos se conocían, se había quedado muy roto… y que Fernán Caballero ya no sería el mismo. ¡Se habían ido sin despedirse! Las circunstancias se habían encargado de dejar a Fernán Caballero bien marcado, quizá para siempre. Parecía no haber consuelo para esas familias. Estaba segura de que era imposible entender y compartir el dolor de aquellas. El dolor de la ausencia, el dolor del vacío, el dolor de preguntar: <<¿dónde estás?>> y solo obtener silencio por respuesta. <<¡Qué horror! ¿Y ella de qué se podía quejar en la vida?>>

Miró al cielo oscuro, en aquella noche estival, iluminado por aquellos cohetes que intentaban alcanzarlo, pero que terminaban estrellándose. ¡Ese año había más estrellas que nunca en el cielo! Imaginó una estrella por cada una de tantas personas que, años años, como ella, estaban allí despidiéndose de san Agustín hasta el año siguiente. Una estrella por cada persona, que, en esa noche en la que todo Fernán Caballero ofrecía sus fuegos artificiales a san Agustín, ya no podía estar. Era la única manera de sentirlos más cerca, de sentirlos allí, en la Plaza de la Iglesia, como un año más, como si nada hubiera tenido que ocurrir. <<¡Desde luego que ya no iba a ser el mismo día de san Agustín para muchas familias! ¡Se había ido tanta ilusión… y tantas ganas de vivir!>>

-          ¡Viva san Agustín!

Se arrepintió de cuando contestaba mal, se arrepintió de cuando pensaba mal de los demás, se arrepintió de las agradables palabras no dichas… Porque nunca, nunca, se sabía si iba a ser la última vez que, sinceramente, fuera a sonreír a un familiar, a un amigo o a un vecino. Quizá, el día siguiente, era ya demasiado tarde.  <<Solo nos queda Dios>>, pensó:

-          Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor[2]

Las últimas notas musicales de tambores, platillos, trompetas y clarinetes anunciaban que el patrón se despedía de las calles hasta el veintiocho de agosto siguiente. Blanca tocó las palmas. Terminó prometiéndose estar allí, en el mismo lugar, a la misma hora, al año siguiente, cuando lo volvieran a sacar a las calles. Miró a su amiga Elisa. Tan bella, pero tan minada por aquel tumor, y, sin intercambiarse palabras,  supo que la vida de aquella se esfumaba. Se abrazaron. Con mucha fuerza, con mucha emoción, como si aquellas fueran las últimas fiestas que vieran a san Agustín juntas.


[Adaptación de fragmento La loca de Montosa, obra participante en I Certamen de relato costumbrista "Cecilia Böhl de Faber" (Fernán Caballero)].


[1] Tumor.
[2] Cita bíblica. Apocalipsis. Capítulo 21. Versículo 4.

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